lunes, 3 de agosto de 2009

Morbus Oralis Pecatorum. Günter Freeman

Antes de ponerse de pie, el mono fue bestia; antes de elevarse hacia el status humanoide, se arrastró por los estratos de su condición animal, se alimentó de carroña, copuló por instinto, y jugueteó con sus propios excrementos. Un día, miró al cielo; vio pasar una estrella, y con torpeza se lanzó al aire para atraparla, y erró en el intento; a lo que siguió un juramento primitivo; pero sin apenas darse cuenta descubrió que tenía cierta imaginación, tenía pensamientos inalcanzables que le frustraban, era capaz de mantenerse en pie, y además podía emitir rugidos que expresaban emociones. Toda esa herencia ancestral le cayó al hombre encima por decisión evolutiva; y aquel primer grito de frustración –que fue el comienzo del lenguaje hablado- le persiguió siempre a lo largo de la historia. Así, los genes de la bestia se fueron sofisticando con el azote de la experiencia y los hábitos del animal se fueron dulcificando en forma de cordura, raciocinio, cortesía, educación, buenos modales, cumplimiento de normas sociales, respeto, prudencia, delicadeza, ecuanimidad, capacidad socializante, espíritu de sacrificio, capacidad de progreso, y todas las virtudes teologales y cardinales que queramos añadir en base a nuestra profesión de fe.

El caso es que no todos los homínidos evolucionaron al mismo ritmo ni todos adquirieron las ventajas que otorga la evolución intelectual. No todos integraron en su conducta personal y social las virtudes y actitudes que en principio debieran diferenciar al bicho supuestamente más evolucionado de la creación. Algunos se han quedado en el estadio de una especie de gnomo intelectualmente depravado en los que se encarna una enfermedad bautizada en el medioevo como morbus oralis pecatorum (MOP). El MOP existe desde la antigüedad y afecta a todas las culturas, sin distinción de raza o sexo. En apariencia física, los portadores del MOP no se diferencian del resto. El morbus que les atormenta está en sus cabezas. En conducta remedan a primates que no han alcanzado el status pre-homínido, con la diferencia de haber adquirido una desmedida capacidad de lenguaje, que les sirve de instrumento bélico para causar daño, generar discordia, confundir, calumniar, difamar y culpar a los demás de todos los males que ellos llevan dentro. Su miseria intelectual les incapacita para el autocontrol del lenguaje y les convierte en una subespecie de homo sapiens defectuoso cuyo destino es mantener a la especie en guerra, cultivar el desencuentro de semejantes, adulterar la verdad, confundir con su cinismo, exterminar por envidia y corromper por costumbre. Su capacidad proliferativa les ha permitido insertarse en el corazón de las gentes, para luego destruirlas con su maldad ignata. La rigidez de sus mentes les hace dogmáticos, intransigentes, falsos y cultivadores de una doble moral antagónica. Son instigadores en las cortes, inquisidores en las iglesias, cazadores y asesinos de brujas, manipuladores políticos, inductores de contiendas bélicas, destructores de familias, adulteradores de principios morales, y defensores de virtudes falsificadas. Muchos no pasan de ser pobres tertulianos de café, mitineros de taberna o verduleras de barrio. No respetan a nadie. Portan el estigma megalómano de sus complejos como una máscara histriónica y se mueven por el mundo como batracios hediondos. Su perversión interior les impulsa a hablar sin fundamento, atribuyendo las infamias que profieren a misteriosas fuentes bien documentadas que sólo existen en su imaginación deforme. Sientan cátedra con la sandez y opinan con aparente autoridad sobre temas que desconocen. Aspiran a ejercer el poder en sus círculos sociofamiliares y profesionales a través de la trampa y la mentira. Les duele el progreso ajeno y viven en alerta permanente para frenar el bien de otros. Su existencia es amarga y triste porque nada les satisface fuera del entorno de su egoísmo obsceno. Llevan el Yo por bandera y el Tú por felpudo. Representan una monstruosidad aberrante en la escala de lo aceptado como psicológicamente normal. Su síndrome endógeno no aparece en los textos de medicina ni en los tratados de psiquiatría, pero se les conoce desde antiguo, y entre sus rasgos psicopatológicos destacan una personalidad esquizoide, un neuroticismo fóbico, y cierta cortedad mental sobre un fondo paranoide.
Sófocles (495-405 a.C.) ya los había identificado entre la masa e insinuaba: “sólo el tiempo puede revelarnos al hombre justo; al perverso se le puede conocer en un solo día”. Séneca (4 a.C.-65) les proponía como artífices de la maldad e ironizaba: “la malicia bebe la mayor parte de su veneno”. El genio de Miguel Angel Buonarroti (1475-1564) acostumbraba a decir que “desde que amanece el día puedes pensar: hoy he de encontrarme con un indiscreto, un insolente, un envidioso y un egoísta”.
Están entre nosotros; puede que compartan nuestra mesa, sean nuestros compañeros de viaje, y hasta puede que en ocasiones les hayamos curado las heridas y les hayamos dado aliento en sus desdichas; pero ellos son insensibles a la solidaridad y al afecto, porque sólo se aman a sí mismos, y mueren matando con el arma que la naturaleza les dotó para comunicarse, para compartir el pensamiento y para dignificar su existencia animal.
El MOP es la enfermedad más terrible que afecta a nuestra especie. Y no tiene cura. Cabría pensar con Cicerón (106-43 a.C.) que “casi siempre, a las acciones de los malvados les persigue primeramente la sospecha, luego el rumor y la voz pública, la acusación después y, finalmente, la justicia”; pero son muchos y están infiltrados en todos los sectores. El efecto de la ponzoña verbal del MOP siempre deja secuelas en sus víctimas. La única esperanza que nos queda es que la sabia naturaleza intervenga sobre esta teratogénesis psicológica y acabe privándoles de lengua.

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