martes, 17 de junio de 2008

Marcel Birmajer. La revelación

Mi amiga Dorita me convenció de la existencia de la amistad entre el hombre y la mujer. Nos conocimos hace ya diez años, cuando ella tenía 70, en la biblioteca pública de Buenos Aires, y seguimos siendo amigos hasta hoy. Nos unió la común búsqueda de un mismo libro de Somerset Maugham, del cual los dos somos fanáticos. Desde entonces, descubrimos varias ideas en común: ambos coincidimos en que las mujeres deberían llegar vírgenes al matrimonio, en que los roles hogareños de mujer y hombre deben estar bien diferenciados, y en que los hombres son igual de tontos que las mujeres, y viceversa. Nuestras ideas no sólo no han triunfado en el mundo contemporáneo, sino que son consideradas incluso perjudiciales. Pero ni a Dorita ni a mí nos interesa imponerle nuestras ideas a nadie, y tampoco nos preocupa que la mayor parte del mundo esté en desacuerdo con nosotros. Nos basta con nuestra amistad y con pensar independientemente de las costumbres dominantes: ni a favor ni en contra, sino según nuestros propios criterios.

Recientemente Dorita me informó de un suceso y me permitió, luego de prometerle que le cambiaría el nombre, que lo transmitiera a mis lectores en esta columna.

Este punto no es uno de nuestros acuerdos, sino solamente un dato: Dorita, casada desde los 17 años, nunca permitió a su marido verla desnuda. Siempre que fueron a la cama, a dormir o a cualquier otra cosa, se apagaba la luz. Pasaron 63 años de matrimonio con la luz apagada. Dorita no siente un especial orgullo por esta coherencia: siempre le pareció que era lo más natural.

-Pero hace un par de semanas- me dijo- Decidí darle una sorpresa a mi marido, como un regalo por nuestro 63 aniversario: prendí la luz.

La miré con una sonrisa. ¿Esa era la anécdota sobre la que me había advertido con un rubor en su rostro apergaminado?

-No sabes lo que ocurrió.

-Se murió- exclamé sin pensar. Aún no comprendo cómo pude decir algo semejante.

-No- dijo con calma Dorita, como el buen narrador de una historia de terror- En la cama no estaba mi marido, sino otro hombre.

Tuve que sostenerme de uno de los estantes de la biblioteca para no caerme.

En todos estos años, me confesó Juan, mi marido, cuando yo apagaba la luz para “eso”, era reemplazado por su amigo José.

-¡Dorita!- dije sin saber qué decir- ¿Y tú nunca lo notaste? ¿Y cómo sabía él cuándo debía hacer el cambio?

-Hay ciertos gestos, en una pareja, que son muy fáciles de captar. Y en cuanto a que nunca lo descubrí: ¿cómo podría haberlo descubierto, si siempre era en silencio?... Pero él fue mucho más lejos. Aparentemente no le gustan las mujeres.

- ¿Y ahora qué piensas hacer?- dije cuando pude recuperar el habla.

- Continuar apagando la luz, como siempre.

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