
Recientemente Dorita me informó de un suceso y me permitió, luego de prometerle que le cambiaría el nombre, que lo transmitiera a mis lectores en esta columna.
Este punto no es uno de nuestros acuerdos, sino solamente un dato: Dorita, casada desde los 17 años, nunca permitió a su marido verla desnuda. Siempre que fueron a la cama, a dormir o a cualquier otra cosa, se apagaba la luz. Pasaron 63 años de matrimonio con la luz apagada. Dorita no siente un especial orgullo por esta coherencia: siempre le pareció que era lo más natural.
-Pero hace un par de semanas- me dijo- Decidí darle una sorpresa a mi marido, como un regalo por nuestro 63 aniversario: prendí la luz.
La miré con una sonrisa. ¿Esa era la anécdota sobre la que me había advertido con un rubor en su rostro apergaminado?
-No sabes lo que ocurrió.
-Se murió- exclamé sin pensar. Aún no comprendo cómo pude decir algo semejante.
-No- dijo con calma Dorita, como el buen narrador de una historia de terror- En la cama no estaba mi marido, sino otro hombre.
Tuve que sostenerme de uno de los estantes de la biblioteca para no caerme.
En todos estos años, me confesó Juan, mi marido, cuando yo apagaba la luz para “eso”, era reemplazado por su amigo José.
-¡Dorita!- dije sin saber qué decir- ¿Y tú nunca lo notaste? ¿Y cómo sabía él cuándo debía hacer el cambio?
-Hay ciertos gestos, en una pareja, que son muy fáciles de captar. Y en cuanto a que nunca lo descubrí: ¿cómo podría haberlo descubierto, si siempre era en silencio?... Pero él fue mucho más lejos. Aparentemente no le gustan las mujeres.
- ¿Y ahora qué piensas hacer?- dije cuando pude recuperar el habla.
- Continuar apagando la luz, como siempre.
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